Fecha última actualización 11/03/2019 por El Viajero Accidental
Se estrena con nosotros Marisa Conde como corresponsal en Edimburgo. Nos gusta mucho la ciudad escocesa y Marisa nos va a descubrir todo lo que siempre habéis querido saber sobre ella. Empezamos con el Castillo, cómo no, y entre brumas que para eso es Escocia ¡¡Bienvenida!!
¡Ay va, que el viento se ma llevau el gorro! Una visita al Castillo de Edimburgo
Me llamo Marisa Conde. Bueno, en realidad me llamo María Luisa Conde Huelga, pero como se podrán imaginar, con semejante nombre no hubiese llegado muy lejos en el Reino Unido, aunque a decir verdad hice amago los primeros dos años en Londres, allá por 1996. Por desgracia, en seguida quedó claro que la pronunciación de “Huelga” era un reto olímpico para la gran mayoría de los británicos. Así que un buen día, en torno al principio del nuevo milenio, me convertí en Marisa Conde, un nombre que tiene un cierto ring to it, como dicen en esta isla, ¿no creen?
Puede parecer extraño que el primer párrafo de mi primera colaboración con El Viajero Accidental se concentre en mi nombre, pero aquellos que han tenido la suerte (o la desgracia) de emigrar a otro país me entenderán perfectamente. La identidad del nuevo inmigrante empieza por su nombre; lo fácil o lo difícil que los nativos encuentren pronunciarlo; la connotación asociada al origen del apellido – mediterráneo, escandinavo, germánico – y el estatus (en ocasiones auto percibido) que se confiere a su propietario en consecuencia. En junio de 2018 se cumplen 22 años de mi llegada a las Islas Británicas, y en particular durante los últimos 15 años de residencia en Escocia, mi identidad española se ha erosionado. He de admitir que he sido cómplice en este proceso. A lo largo de las últimas dos décadas me he sumergido, cual buzo en busca de un tesoro en una isla caribeña, en un proceso de asimilación completa. El objetivo ha sido el de convertirme en una británica más, una alien capaz de moverse sinuosamente por las calles de la ciudad lluviosa y húmeda en la que vivo, Edimburgo, sin ser percibida, sin llamar la atención, sin “dar la nota”.
Y ahí reside, mis queridos lectores, el quid de este blog inaugural; no es solo que los nativos de este país se nieguen a olvidar mis orígenes, es que yo tampoco quiero olvidar de dónde vengo. Quiero seguir saliendo cada día por Edimburgo, y descubrir un recodo desconocido, una nueva estatua, un restaurante de toda la vida. Es curioso lo que le enseña a uno el paso del tiempo (ay, Alanis Morrissette, tú y tu ironía). En última instancia, resulta que quiero seguir siendo turista, porque, ante todo, soy ciudadana del mundo.
Carta de amor a Edimburgo
De manera que, no podía ser de otra forma, empiezo mi aventura por Escocia con una carta de amor a Edimburgo, la ciudad que me ha arropado durante los últimos 15 años. La ciudad a la que vine a estudiar, la ciudad en la que me enamorado y desenamorado y en la que probablemente me volveré a enamorar, la ciudad que me ha devuelto la salud en dos ocasiones, la ciudad de vientos huracanados y gélidos, la ciudad de montañas y mar, la ciudad de fríos matutinos y aceras resbalosas, la ciudad de burgueses y obreros, la ciudad de literatura y rugby. Edimburgo es como un pudding frío con un centro de chocolate fondant.
Capital de Escocia desde al menos el siglo XV – Dùn Èideann, The Athens of the North, Auld Reekie, Din Eydin – no le sobran nombres y apodos a esta ciudad de provincias de calles pendientes y callejones estrechos en la que conviven menos de 500,000 almas. Eso sí, lo que le falta en cuestión de dimensiones o personal, lo tiene más que de sobra en historia, cuanto más violenta y brutal, mejor. Desde sus primeros pinitos en el periodo Mesolítico al más reciente evento de la historia de Escocia, el referendum de independencia de 2014, Edimburgo ha visto de todo; guerras, invasiones, plagas, la construcción de una nueva ciudad y la reconstrucción de la antigua, el desarrollo de la medicina moderna, en particular la cirujía, sin olvidarnos del concepto de la “cocina moderna escocesa”. Como digo, de todo.
El primer recorrido que he escogido por esta noble ciudad no es el colmo de la imaginación, lo reconozco, pero ya me dirán ustedes cómo sería posible hablar de Edimburgo sin mencionar “El Castillo” (sí, con comillas, y porque no hay Emoji, si no también). Esta semana estamos azotados por lo que los periódicos británicos, que no son exagerados para nada, han dado por llamar the Beast from the East (la bestia del este, en alusión a la ola de frío procedente de Siberia que azota a Europa). No ha subido el termómetro de los 0 grados en toda la semana, hace un aire de tutiplén (el pan de cada día, la verdad) y nieva desde hace dos días (lo cual no es el pan de cada día, por mucho que algunos de ustedes así lo crean) ¿Qué les parece la puesta en escena? Pues ahora imaginen que han llegado ustedes a la Explanada del Castillo de Edimburgo, cuando de repente, ¡ay va, que el viento se ma llevau el gorro! Se suben un poco la bufanda, se recolocan el gorro, se tienen que quitar los guantes por enésima vez para sonarse la nariz, y con todas y con esa, la sensación de frío no se les va. ¡Bienvenidos a Edimburgo!
El castillo de Edimburgo
El Castillo de Edimburgo, una antigua fortaleza erigida sobre una roca de origen volcánico, y situado en el punto más alto de Castle Hill, una de las cuatro calles que forman la Royal Mile, es la atracción más visitada de toda Escocia, y aunque confieso que todavía estoy por visitarlo, no tengo la menor duda de que más de un millón de visitantes al año no pueden estar equivocados. ¿Qué es lo que ofrece este Castillo que viene tanta gente a verlo? Hay una y mil formas de conocer el Castillo, pero a efectos de este blog voy a concentrarme en los “productos estrella” de esta visita.
Empiezo por esa explanada de la que ustedes intentan escapar para ponerse al lado de un brasero, porque es aquí donde cada verano tiene lugar el Military Tattoo, uno de los espectáculos más populares del Festival de Edimburgo. Seguimos por la izquierda, tras pasar por la Gatehouse, construida en el 1888, y llegamos al Portón de Portcullis y la Torre de Argyle y el Mirador de la Bateria de Argyle, que junto con el Mirador de la Bateria de Mills Mound, tiene vistas a Princes Street. Es en Mills Mound donde se dispara el cañon de la una en punto (One o’clock Gun). La costumbre comenzó en 1861 para alertar de la hora exacta a los navíos que salían del Estuario de Forth con rumbo a ultramar para que así pudieran sincronizar sus relojes, y este espectáculo sobrio ocurre todos los días a excepción de los domingos, el día de Navidad y el Viernes Santo.
El noroeste de la Torre de Argyle está ocupado en su totalidad por edificios militares, construidos en su mayoría a principios del siglo XVIII. Al sur de la Casa del Gobernador están las Nuevas Barracas, que hoy en día alojan, entre otros, al Regimiento Real de Escocia, y un poco más adelante nos topamos con una visita obligada al Museo Nacional de la Guerra. La visita a este museo es un poco heavy, obviamente, de manera que qué mejor forma de recobrar la serenidad que entrar a visitar la Capilla de St. Margaret, el edificio más antiguo del Castillo, que data del siglo XII. Hoy en día todavía se celebran ceremonias religiosas en la Capilla (aunque dudo que salga barata la broma, y no quiero ni pensar en la lista de espera). Volvemos a salir al mundanal ruido y llegamos al sitio del Mons Meg, una bombarda medieval del siglo XV regalo del Duque Felipe III de Borgoña al rey Jacobo II de Escocia, y que con 20 pulgadas es uno de los cañones más grandes del mundo. Los ingleses casi se quedan con esta joya, que en 1754 derivó a la Torre de Londres, pero una campaña popular liderada por el genial escritor escocés Walter Scott consiguió que el cañón retornase a Escocia en 1829.
Nos adentramos en la parte este del Castillo, donde podemos admirar el Mirador de la Batería de la Media Luna y la Torre de David, y un poco más adelante entramos en la Plaza de la Corona, también conocida como el Patio del Palacio. Construida en el siglo XV durante el reinado de Jaime III, es la principal plaza del Castillo, y a su alrededor se erige el Palacio Real, los apartamentos de la realeza que fueron residencia de los Estuardo. Fue en uno de estos apartamentos, hoy en día conocido con el nombre de El Comedor del Rey, donde María Estuardo dio a luz a Jaime VI en 1566. En el primer piso del Palacio Real se encuentra la Habitación de la Corona, construida en 1615 para albergar Los Honores de Escocia, las insignias reales más antiguas de las islas británicas, formadas por una corona incrustada con piedras preciosas, una espada y un cetro. Se utilizaron por primera vez para coronar a María Estuardo en 1543 y por última vez en la coronación de Carlos II en 1651. En la misma habitación podemos admirar la Piedra del Destino , una simple silla de arenisca roja con una historia digna de una película satírica de los hermanos Coen. La silla, que ha servido de asiento a reyes escoceses e ingleses durante su coronación, fue parte del botín de guerra que en 1296 se aseguró Eduardo I de Inglaterra, y así fue como acabó empotrada en un asiento de madera dentro de la Abadía de Westminster, de donde fue robada un buen día de Navidad de 1950 por cuatro estudiantes nacionalistas escoceses, los cuales se la llevaron de vuelta a Escocia. Alcanzamos aquí el punto más surrealista de la historia de la Piedra. Los cuatro amigos, no solo partieron la silla en dos por accidente durante el camino, si no que se las amañaron para esconder el trozo más grande en el sótano de la casa de un oficial del consulado de EE.UU. en Escocia. Sin que el oficial tuviese ni la menor idea al respecto. Eventualmente, un político de Glasgow pagó una comisión para restaurar la piedra, y el 11 de abril de 1951 la silla apareció en la Abadía de Arbroath, de donde la policía de Scotland Yard la trasladó de vuelta a Westminster. El 30 de noviembre de 1996, el día del patrón de Escocia, San Andrés, el gobierno de Inglaterra devolvió la piedra a Escocia en una ceremonia que se celebró en el Castillo de Edimburgo. Las teorías abundan sobre la autenticidad de la Piedra del Destino, pero desde mi punto de vista, ya sea real o una imitación, ¿Cómo no va a vender esta historia desternillante?
Pasamos ahora al Gran Vestíbulo, una sala de ceremonias que aun hoy en día se usa ocasionalmente, y donde de hecho se transmite la gala de Nochevieja de la BBC escocesa, Hogmanay Live, porque ya saben ustedes que los escoceses celebran el fin de año a lo Hogmanay , una tradición de origen vikingo durante la que se bebe mucho, se canta mucho, y se pasa mucho frío. El punto final a nuestra visita lo pone el Monumento a los Caídos de Escocia, que conmemora a los soldados escoceses caídos en las dos guerras mundiales y otros conflictos más recientes. Un punto final sobrio a una visita de excepción.
El Castillo es un símbolo de Edimburgo, y la razón por la que esta ciudad es una de las más impresionantes del mundo. No dejen que el clima les engañe, Edimburgo es generosa, cariñosa, cercana. Las joyas de la corona no están en el Castillo de Edimburgo, están por todos los rincones de esta Atenas del Norte. Y las vamos a descubrir juntos.
Hasta la próxima.
Links en este artículo:
cañon de la una en punto (One o’clock Gun)
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Nota de la autora: “No he recibido ningún tipo de compensación (económica o no) por escribir este artículo, no tengo conexión material con las marcas, productos o servicios que he mencionado y mi opinión es independiente”
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