La semana que viene tenía planeado un viaje que, aunque un tanto agridulce, me apetecía sobremanera. Mi padre murió el día 28 de enero, y su última voluntad fue que esparcieran sus cenizas en el pueblo en el que nació en Cantabria un buen día de abril de 1935. Así que mi intención era recorrer el trayecto de Edimburgo a Cantabria en tren, un glorioso y relajado viaje en el que haría parada en Bayona para descubrir las maravillas del país vasco-francés.
Por supuesto, ha sido que no. La covid-19 se ha interpuesto en mis planes de la forma más burda posible. En los planes de todos, vaya. Este virus ha irrumpido en las vidas de la gran mayoría de los habitantes de este planeta. Estamos todos en mismo barco (literalmente, en el caso de algunos turistas con nefasta suerte).
Las últimas semanas han sido un trasiego mental, si no físico. Hemos devorado las noticias (reales y fake) con la misma rapidez con la que hemos consumido la comida que habíamos almacenado sin ton ni son (ya te dije que tantas patatas se te iban a perder). Los que aún tenemos trabajo y salario nos hemos alegrado de no tener que levantarnos tan pronto, y, sobre todo, de no tener que verle la cara de tonto al jefe, solo para darnos cuenta tres semanas más tarde de que echamos de menos la campanilla estúpida del tranvía de Edimburgo cuando arranca de la estación, y que hasta hace tan solo un mes le hubiésemos metido al conductor por donde no hace sol (como dicen los parlantes del English).
¿Qué hacer en estos momentos de desasosiego?
Personalmente, yo me he refugiado en lo que me ha producido placer a lo largo de mi vida; la cocina, la música y la lectura. Qué mejor, entonces, que compartir estos momentos de asueto, gula, completa felicidad, vamos, con los lectores de El Viajero Accidental.
Comencemos el viaje virtual de la cuarentena.
El tren que viene de Cabezón de la Sal con destino a Santander produce un sonido muy particular cuando pasa por el puente que se erige sobre el río Saja, a su paso por Villapresente, un pueblo de Reocín en la comunidad autónoma de Cantabria, al norte de España. Las ruedas se tambalean, chirrían y se desplazan con apremio, aunque a la vez perdiendo fuerza según se aproximan a la estación de tren de Santa Isabel. El movimiento de los árboles es continuo y el sonido, mullido, se escucha perfectamente por la ventana entreabierta, la cortina blanca meciéndose con la abulia típica de un día húmedo y caluroso de julio. Es el tren de las cinco, y dentro de un minuto pasará el amor de mi vida, Dionisio, de camino a su casa en Cerrazo tras una jornada de trabajo en…no sé. Nunca supe dónde trabajaba Nisio, nunca hablé más de dos palabras con él, y resultó que no era el amor de mi vida, sino un amor cortés de verano à la medieval (he tenido muchos de esos).
Nisio desapareció en todo menos en nombre, pero el sonido de los árboles meciéndose al viento y la melodía del tren pasando por el puente de Santa Isabel perduran en mi memoria, y en esos momentos de añoranza que se hacen más apremiantes cuanto más vieja me hago, suelo desenterrar esa memoria. En las últimas dos semanas en particular, he recordado estos sonidos de mi niñez a menudo, tal es la nostalgia que produce esta situación tan desorientada que vivimos.
En momentos de estrés la comida suele ser mi aliada. Falsa aliada, por supuesto, pero aliada de igual manera. Durante muchos años esta relación tan fragua se convirtió en una auténtica pesadilla que me costó pena y dolor superar, y que incluso a día de hoy, en momentos de nerviosismo, puede superarme. El viernes y el sábado fueron dos días de gran ansiedad y mayor consumo de patatas fritas, mi autentica debilidad, aunque también encontré tiempo y espacio en el estómago para una bolsa de Doritos. Llegado el domingo por la mañana, justo antes de que el consumo de sal me bloquease las arterias y la razón, decidí pasar el día en la cocina elaborando las recetas cántabras que me alegran la vida y el cuerpo, aparte de traer a la memoria el tren al paso de la estación del pueblo.
Cocina Cántabra de Concepción Herrera de Bascuñán. Este recetario cántabro, cuya primera edición salió en 1995, no es nada fácil de conseguir hoy en día, sobre todo las ediciones de tapa dura, que cuestan un ojo de la cara, pero la señora Concepción recopilo en su libro (a veces difícil de navegar, no lo niego) un compendio de recetas de la tierruca de lo mas completo. ¿Nos animamos a hacer una quesada de yogur? Sí, hombre, no siempre hace falta cuajo para degustar una buena quesada. Venga, a ello.
Ingredientes
2 huevos medianos
200 gr de azúcar (yo suelo poner 150gr. Me atrevería a decir que 100gr también valdría)
1 yogur natural (en el recetario la opción es un yogur de limón, pero yo prefiero yogur griego sin colorantes ni conservantes)
Ralladura de 1 limón
100 gr de mantequilla diluida
150gr de harina común, de la de todo uso
½ litro de leche (yo uso semidesnatada)
Canela en polvo
La quesada cántabra ofrece la cantidad justa de esfuerzo en relación a la recompensa; vamos, que dejarte te dejas los piños, pero por la cantidad de grasa que lleva este postre, no por la energía que vas a gastar elaborándolo. Empezamos por precalentar el horno a 180 grados (calor medio), y pasamos a engrasar un molde, que hemos de repasar por el fondo y los bordes con un pelín de mantequilla (y cuando digo pelín, es pelín; lo justo), para luego espolvorear el fondo con canela. Se puede utilizar una batidora para mezclar los ingredientes, pero desde mi punto de vista no merece la pena ensuciar este trasto, que luego es un engorro de limpiar, teniendo en cuenta que lo único que hay que hacer es verter los ingredientes y batir como locos hasta combinarlos (lo cual lleva menos de un minuto). Eso sí, hay que hacerlo por orden; los huevos, el azúcar, el yogur y la ralladura de limón primero, y una vez combinados estos, la harina en dos o tres veces, y finalmente, la leche. Una vez combinado, verter la mezcla en el molde engrasado, espolvorear con canela, meter al horno durante unos 40-50 minutos. Si la parte de arriba se empieza a quemar, poner un poco de papel albal por encima, y continuar la cocción, hasta que al meter un cuchillo en la quesada salga limpio. Apagar el horno, dejar la puerta entreabierta y mantener la quesada dentro durante unos 10 minutos más.
Una vez que haya enfriado, meterla a la nevera durante unas horas para que cuaje, pero, detalle importante, la quesada sabe aún mejor al día siguiente de hacerla, y crucialmente, se puede congelar. Te lo he subrayado para que no lo olvides; se puede congelar. No tienes por qué comerla toda de golpe, acuerantanau.
Espero que os haya gustado esta receta y las memorias que he compartido con vosotros ¿Soy yo, o me parece que vosotros ahora también oís la melodía del tren? En la próxima, os hablaré de la música que me acompaña en estos días de cuarentena, y, cómo no, de los recuerdos que me trae.
Ánimo, que queda poco.
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Nota de la autora: “No he recibido ningún tipo de compensación (económica o no) por escribir este artículo, no tengo conexión material con las marcas, productos o servicios que he mencionado y mi opinión es independiente”
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