Nuestro sueño es navegar, conocer nuevos mares, y ese deseo nos ha llevado a agotar todos nuestros esfuerzos en hacernos con un nuevo barco, el Trotamar 4.

Nuestro capitán, Joan Bassols, de pequeño en el colegio, dibujaba a escondidas mientras el profesor explicaba álgebra: delineaba un barco, el de sus sueños, el que construiría cuando fuera mayor para surcar los mares.

Hemos navegado dos veces, ida y vuelta, al Caribe desde Europa con el Trotamar III, el viejo barco de Avelino Bassols, padre del capitán, un mítico cascarón que se conocía bien todos los rumbos, pues había dado la vuelta al mundo. Pero en la última travesía transatlántica, un huracán nos arrastró a tomar la decisión de convertir en realidad aquel sueño de juventud.

El proyecto duró dos años, de viajes al astillero, de estudio, de decisiones… dos largos años de espera. El barco debería de haber estado listo para navegar en el verano del 2019. La ruta para aquel verano ya estaba trazada: desde las costas de la Normandía hasta donde nos llevara el viento.

Por fin en julio celebramos la botadura, pero quedaban por resolver detalles importantes que se fueron demorando en un verano perezoso, y así quedamos atrapados en tierra hasta el otoño. Era ya octubre cuando soltamos las amarras de nuestro precioso barco para llevarlo a un puerto que estuviera cerca de nuestra casa. Fue una travesía con sorpresas, con fallos en sistemas esenciales para la navegación. Aun así, llegamos a puerto y dejamos nuestro nuevo Trotamar 4 con la ilusión de navegar cada fin de semana, para ir acostumbrándonos a él y preparar la aventura del siguiente verano que nos llevaría a Inglaterra, o quizás a Islandia. Pero el clima caprichoso impuso sus condiciones y solo pudimos salir a navegar un fin de semana, con 4 grados de temperatura y muchos nudos de viento. Luego vinieron Ciara, Victoria, Dennis… unas visitas no deseadas, acompañadas de vientos de más de 100 Km/hora, lluvia y frío. Los fines de semana de los primeros meses del año los pasamos confinados en el barco, mientras afuera rugía el mar y el viento, vigilando que las amarras aguantaran los envites del viento y que nuestro inexperimentado Trotamar no sufriera daños.

No nos imaginábamos entonces que cuando llegara la primavera, cuando asomara alegre por el jardín, llegaría también un ‘virulento nubarrón’, antes nunca visto, que nos obligaría a confinarnos de nuevo. La primera idea fue pasar el encierro en el barco, pero no nos dio tiempo a reaccionar, pues cerraron el tráfico antes de lo esperado y no pudimos escapar.

Nos quedamos en casa, en una situación que nos trae a la memoria nuestra última travesía transoceánica cuando, inmovilizados en una zona de calma sin viento, esperábamos la llegada del huracán Bonnie sin posibilidad de huida. Preparamos nuestro barco para lo peor y cargamos nuestras mentes de fuerza, disfrutando del sol y la tranquilidad de la calma.

 

El temporal nos persiguió hasta que nos dio alcance. Durante más de dos días permanecimos sujetos a los antojos de un mar enloquecido, con vientos huracanados y olas de más de 10 metros. Pero poco a poco, el cielo volvió a ser azul, el viento se convirtió en una suave brisa y las olas fueron calmándose hasta mecernos suavemente con su vaivén. Estábamos exhaustos, pero felices de haber hecho frente a la adversidad todos juntos, y disfrutando con profunda intensidad el brillo del sol y el azul del océano. Como siempre ocurre, cuando todo pasa, olvidas el esfuerzo, los afanes y sacrificios de los ratos difíciles, aunque eso sí: ¡Jamás volverás a ser el mismo después de la tormenta!

 

Hoy podemos decir que somos afortunados, pues estamos encerrados, sí, pero de momento el temible nubarrón no ha descargado sobre nosotros. Se nos permite salir a pasear y el bosque está a dos minutos del jardín. Solo hemos de seguir viviendo minuto a minuto, disfrutando las pequeñas cosas.

Como en una travesía oceánica, sin contar los días que faltan para llegar a destino, sin pensar en lo que puede pasar antes de que podamos sentir de nuevo la brisa cálida y el suave balanceo de las olas, debemos seguir ejercitando la paciencia hasta que de nuevo nuestro techo sea el cielo y el mar, el suelo.

Para hacer más fácil la espera, el capitán ha logrado mitigar su impaciencia rescatando el viejo barco velero con el que aprendió a navegar hace cuarenta años. Un barco de 4 metros, con el que, acompañado de su madre, hacía regatas y pequeñas travesías desde Castelldefels a Sitges.

 

Hacía tiempo que estaba abandonado en una esquina del jardín, cubierto de ramas y maleza. Pero lo limpiamos, rascando todo lo que quedó adherido en estos años de olvido, pintamos su casco y barnizamos su mástil de madera. En el sótano encontramos las velas y los chalecos salvavidas plegados desde la última vez que navegó.

 

Entre todos lo hemos puesto a punto y ahora, juntos y esperanzados, surcamos rumbos imaginarios sobre la verde hierba, soñando cómo será cuando, por fin, salgamos de esta tormenta.

 

Nota de la autora: “No he recibido ningún tipo de compensación (económica o no) por escribir este artículo, no tengo conexión material con las marcas, productos o servicios que he mencionado y mi opinión es independiente”

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