Fecha última actualización 17/10/2018 por El Viajero Accidental
Hace unos años tuve la suerte de estar con unos amigos una semana en Dubrovnik. Procedíamos de varios países: Carol de Honduras, Raquel de El Salvador, Balbina de Portugal y yo misma desde España, y el motivo fue que nos animamos a visitar a nuestro colega Goran, que fue nuestro anfitrión.
Cuando mi amiga Balbina insistió en irnos a Dubrovnik, me esperaba encontrar un lugar turístico precioso, como nos cuentan todos los que van de crucero por el Mediterráneo, con una parada de unas pocas horas, que llegan por la mañana temprano y se van después de comer, lleno de típicos espacios llenos de gente, colas interminables y un poco saturado.
Nada más lejos de la realidad. Tuvimos la oportunidad de vivir con intensidad la ciudad, todas las horas del día, con muchos y menos turistas, pero sobre todo con la compañía de los vecinos de la ciudad. Claro que hay espacios muy turísticos, pero ni me acuerdo de ellos. La ciudad es espectacular, de eso no me cabe la menor duda.
La historia nos dice que la ciudad se llamó Ragusa hasta 1918, cuando se le cambió el nombre por el que la conocemos en la actualidad. De la importante historia de la ciudad, solamente recordaré aquí el asedio que sufrieron en el año 1991, que supuso el bombardeo de una gran parte de los edificios e importantísimos incendios. Ya ha sido restaurado todo el conjunto de la ciudad, y eso se puede comprobar claramente cuando paseas por el alto de la muralla que la rodea, donde puedes comprobar que más del 80% de las casas tienen tejado nuevo.
La gente de Dubrovnik transmite alegría, y ganas de continuar hacia el futuro, sin olvidar pero con optimismo. Son muy hospitalarios y cercanos. Nuestras amigas de Honduras y El Salvador tuvieron que probar un montón de viandas hechas por la propietaria del apartamento que alquilaron.
Como teníamos tiempo pudimos recorrer cada calle y cada edificio de la ciudad. Gracias a nuestro amigo Goran que nos aconsejó lugares, y otros que fuimos encontrando en el camino por nuestra cuenta.
Además de conocer el casco histórico principal, tuvimos tiempo para dar una vuelta en un pequeño barco que nos llevó a ver las islas próximas, y en transporte público nos fuimos al norte de la ciudad, a Lapad, para ver el puerto en donde atracan los grandes trasatlánticos y también para conocer otras playas. En este paseo decidimos volver andando, unos seis kilómetros por una carretera diferente muy cerca del mar, con unas vistas maravillosas. A media distancia divisamos el cementerio de la ciudad, la magnitud del espacio, varias veces ampliado, mujeres de luto riguroso llevando flores y las fechas tan cercanas de las lápidas, que te acercan si cabe más a la gente de Dubrovnik.
De nuevo en la ciudad, nos impresiona la cantidad de galerías de arte que hay, y que realmente vale la pena visitar y, si puedes, traer una pequeña obra de recuerdo. La calle de joyerías merece una mención aparte, con preciosas piezas en plata, otras con coral y por supuesto, los collares de perlas. La piedra caliza blanca característica de Croacia, que forma parte en Dubrovnik de los edificios más importantes, se extiende también a pequeños objetos ornamentales que puedes adquirir casi en cualquier establecimiento. El bordado de Konavle, una técnica de tejido en punto con dibujos simétricos también se puede encontrar en varios establecimientos, y en ocasiones puedes ver a la propietaria tejiendo en el local. Si sales de la ruta conocida, encontraras tiendas con mucho encanto en donde los propietarios te atienden con mucha calma. En fin, para varias tardes entretenida.
Pero para mí, este viaje, ha sido uno de los que mejor recuerdo por la gente, por mis amigos, por supuesto, por los vecinos que se sentaban al atardecer en las puertas de sus casas para charlar y por los niños que jugaban al futbol, cuando se marchaban los turistas en la calle principal, y antes de que empezaran las cenas en las terrazas próximas. Mi recuerdo es para Borislava Šljokavica que nos atendió genial. Sigo en contacto con ella por redes sociales y cuando pone fotos de su ciudad me entran ganas de volver.
Todos los días de la semana teníamos música, grupos pequeños vocalistas o instrumentales que ambientaban cada rincón de este lugar. Y todas las noches las golondrinas que viven en el muro de la ciudad hacían el coro a un cuarteto que cantaba en la puerta principal de entrada.
De fondo, había un cartel grande del callejero de la ciudad en blanco y negro. Con símbolos rojos los lugares que habían sufrido un incendio, con puntos negros las bombas. No quise leer la leyenda hasta el último día, no quería entristecerme…
Necesito pensar que tengo que volver, y lo hacía en secreto… seguro que hay algún rincón pendiente.
Ahora ya he compartido con vosotros mi secreto…
¡Os mantendré informados, viajeros accidentales!
¡Hasta el próximo día!
Nota de la autora: “No he recibido ningún tipo de compensación (económica o no) por escribir este artículo, no tengo conexión material con las marcas, productos o servicios que he mencionado y mi opinión es independiente”
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