Empezar a contar un viaje siempre conlleva al mismo dilema, cómo empezar a hacerlo. En esta ocasión voy a comenzar diciendo que yo no quería ir a Pekín. Sí, sí, así de claro: ¡yo no quería ir a Pekín! Los motivos que me llevaban a mi no rotundo eran varios, por un lado China no me llamaba la atención, y Pekín en particular menos. Por otro lado, este destino se planteó como escala previa a Japón, un país que siempre me ha fascinado, y pasar 2-3 días en Pekín me parecía una pérdida de tiempo.


Poco a poco mis compañeros de viaje me fueron convenciendo (no es muy difícil animarme a conocer sitios nuevos), y con la Gran Muralla como estandarte acabé aceptando hacer la escala en Pekín. Ahora puedo decir que menos mal que accedí, me hubiese perdido uno de los lugares que más me han sorprendido y gustado de los que he visitado.

Sin mucha antelación, planteamos el viaje para la primera quincena de octubre, no eran necesarios visados para nuestros destinos. En China, si tenías nacionalidad española, la entrada y salida al país se hacía en algunos de los aeropuertos indicados como escala a un tercer país, y la estancia era inferior a 72 horas sólo se necesitaba lo que llaman visado de tránsito, que se saca en el propio aeropuerto de Pekín. (Actualmente mejoraron un poco estas restricciones: http://www.exteriores.gob.es/Portal/es/ServiciosAlCiudadano/SiViajasAlExtranjero/Paginas/DetalleRecomendacion.aspx?IdP=40)

Sabiendo esto compramos los billetes, llegábamos a Pekín el día 1 de octubre a las 05:00 hora local, para disfrutar el día completo, hasta el 3 de octubre al medio día. Menos de 72 horas para ver una ciudad de más de 21 millones de habitantes. Todo un reto.

Si el tiempo os parece escaso deberíais tener otro dato, que nosotros no supimos hasta después de pagar los billetes (y que apoyaba, tarde ya, mi negativa). La primera semana de octubre se celebra en toda China la Fiesta Nacional, siendo el día grande el 1 de octubre, cuando se conmemora la fundación de la República Popular China. Y justo de aquella aterrizábamos en el centro de todas las celebraciones.

En China los trabajadores tienen muy pocas vacaciones, tan sólo 5 días al año, días que muchos optan por no coger, normalmente por cuestiones económicas. El único modo que tienen de estar una semana sin trabajar es en las dos grandes festividades del país, el Año nuevo chino y la Fiesta Nacional, en las cuales son festivos siete días consecutivos (llamados semanas de oro o doradas). Esto implica que parte de sus 1.300 millones de habitantes se desplacen a la vez a hacer visitas familiares y turismo interno, cierran negocios, se reducen las frecuencias en los transportes públicos y las atracciones turísticas están a reventar.

Una vez pasados todos los controles de seguridad, colas interminables en los mostradores de pasaporte, y después de habernos equivocado en el lugar donde se solicita el visado de tránsito, conseguimos salir del aeropuerto, llegar al hotel para dejar las cosas y comenzar las visitas.

Entre esto, el cansancio del vuelo y mis reticencias os podéis imaginar lo contenta que estaba. Menos mal que no tardó nada en cambiar mi humor y mi percepción.

Aprovechando que aún era temprano nos fuimos andando directos a la Ciudad Prohibida, sin pasar por la plaza de Tian’anmenn donde se concentraban las celebraciones. Entre una marabunta de gente sacamos las entradas y empezamos a ver uno de los recintos palaciegos más impresionantes del mundo, Patrimonio de la Humanidad. La Ciudad Prohibida fue construida en el siglo XV como residencia de emperadores y su corte. Los dos primeros siglos fue ocupada por la dinastía Ming y los dos siguientes por la Qing. A principios del siglo XX los emperadores dejaron la Ciudad Prohibida. Estas dos grandes dinastías marcaron la vida en China, sus costumbres, su arquitectura…

 

Como todo palacio/fortaleza que se precie cuenta con su gran foso rodeando la ciudad y unos altos muros que destacan por su color rojo. La puerta sur, la principal y por la que entramos está encuadrada en una plaza rodeada por la propia muralla, por lo que la entrada se hace más imponente al pasar los arcos y encontrarte con el primer patio de la Ciudad, atravesado por un río y con inmensas escalinatas de mármol al fondo. La disposición de la ciudad hace que vayas atravesando patios, escalinatas y salones enormes reservados para actos oficiales, hasta llegar a la parte más norte donde se situaban los aposentos de emperador y del resto de corte. Los nombres de puertas y salones no dejarán de llamarte la atención, te puedes encontrar la Puerta de la Armonía Suprema o el Palacio de la Pureza Celestial.

 

Dentro del recinto todas las construcciones tienen el mismo estilo, y están marcadas por una gran simbología, edificaciones de madera en la que los tejados están rematados con figurillas presididas por un hombre sobre un ave fénix y seguidas por dragones, en función del número de estatuillas así de importante era el edificio. En cada rincón hay unos enormes calderos/vasijas metálicos donde se acumulaba agua para sofocar los más que continuos incendios.

 

A pesar de las hordas de gente que entraban de modo constante en la ciudad, sus dimensiones apabullantes consiguen que no te sientas atrapado, incluso se encuentran rincones tranquilos sin muchos visitantes. Y eso que en algún momento teníamos la sensación de que nosotros éramos la mayor atracción turística de allí. Empezamos a ver que la gente nos hacía fotos de lejos disimuladamente, hasta que un grupo de chicas se acercaron y directamente nos pidieron hacerse fotos con nosotros, obviamente no nos negamos ya que nos resultó de lo más divertido, aunque se abrió la veda y la timidez inicial se desvaneció. La mayoría de los visitantes son del propio país, y mucha de esta gente vive en zonas alejadas y cerradas, no olvidemos que es un estado comunista muy proteccionista, y no suelen ver a occidentales.

Después de toda una mañana disfrutando de este recinto llegó la hora de comer y como no podía ser de otra manera optamos por recuperar fuerzas probando el pato pekinés, que no desmereció su fama.

 

Por la tarde decidimos ir a ver la plaza de Tian’anmenn, la más grande del mundo, ya sin actos, vigilada y asegurada por el ejército, y ocupada por montones de turistas, centro y símbolo del poder comunista, rodeada por sobrios edificios gubernamentales, que en esta ocasión estaba decorada con enormes figuras florales por la conmemoración de la fundación de la República, momento en el cual se construyó a los pies de la Ciudad Prohibida.

 

Y de ahí, directos al Templo del Cielo. No había tiempo que perder, el transporte público no era la mejor opción por la frecuencia de ese día, así que optamos por el taxi. Después de regatear con unos y con otros nos montamos en uno con el precio cerrado. Ya de camino el taxista nos preguntó de dónde éramos (la comunicación no era muy fluida pero suficiente), y en cuanto lo supo empezó a buscar algo en el móvil, olvidándose de la carretera, lo encontró, se giró, nos sonrió y de repente empezó a sonar por la radio el “Despacito”. Nos quedamos boquiabiertos y más cuando el hombre lo empezó a cantar, así que muertos de risa lo acompañamos. El resto del trayecto continuó con canciones en español que casi no conocíamos, pero él sabía la letra perfectamente. La gente nunca deja de asombrarme. No pensaba que un viaje en taxi podía ser tan divertido.

Situado en el parque Tiantan Gongyuan, el Templo del Cielo, al igual que la Ciudad Prohibida fue construido en el siglo XV y es Patrimonio de la Humanidad. Las dinastías Ming y Qing rezaban por la cosechas en ellos. Los edificios que forman parte de conjunto tienen un diseño diferente, terrazas circulares sobre terrazas circulares, mármol blanco a doquier, y por supuesto madera, columnas concéntricas y distintos niveles de tejados circulares, todo bajo una simbología y armonía perfecta. Una agradable sorpresa para la vista. El entorno no se queda atrás, es un parque lleno de vida a la vez que tranquilo y perfecto para relajarse.

 

Tras esta visita y después de una jornada maratoniana cenamos cerca de nuestro hotel, en una zona donde se concentran las grandes marcas y el bullicio está asegurado, la calle Dong’anmen St y Wangfujing. Para finalmente retirarnos a dormir con la certeza de que había sido un día estupendo.

Llegó el gran día, el motivo por el que me habían convencido estaba a la vuelta de la esquina, aunque con lo visto el día anterior las dudas sobre la elección de esta parada ya habían desaparecido.

Desde Pekín la Gran Muralla tiene 3 sectores visitables, nosotros contratamos la excursión a Mutianyu, la menos saturada y a tan solo dos horas en bus. Esta sección, al igual que otras, recorre la cresta de una cadena montañosa, con unos desniveles muy pronunciados. La subida la hicimos en funicular, disfrutando del paisaje, reservando las fuerzas para lo que nos esperaba. Y allí estaba yo, caminando sobre la Gran Muralla, una de las maravillas del mundo, descubriendo lo que ni Marco Polo había llegado a ver. La sensación de estar en ella es indescriptible, y ni la lluvia, la gente y la cantidad de escaleras que hay la empañaron en ningún momento. Intentar contaros que es estar allí no haría justicia a la emoción que se siente, pero os dejo unas imágenes de ella.

 

Sus cifras son exageradas, con más de 21.000 Km de longitud, su origen data del siglo V a.C., con periodos de más y menos activos, pero no fue hasta la llegada de la dinastía Ming, siglo XV, cuando la construcción y reconstrucción cogió mayor auge y repercusión como frontera defensiva. Fue así hasta que la dinastía Qing entró en China, anexionó Mongolia y desapareció su funcionalidad.

 

Al bajar nos esperaba una comida típica de la zona, que estaba sorprendentemente buena, (ahora sé que me gusta la comida china) y nos pusimos en marcha de vuelta a Pekín. Lástima del tiempo reducido que teníamos porque no pudimos visitar las Tumbas de la dinastía Ming, y eso que conseguimos evitar las fábricas de talla de Jade.

De regreso en Pekín le pedimos al guía que nos dejase cerca del Palacio de Verano, el último gran enclave que visitaríamos y para mí el más llamativo y rico arquitectónicamente. Está compuesto de lagos artificiales, residencias, puentes, un barco/salón de mármol y un sinfín de paseos y rincones especialmente concebidos para disfrute de la familia imperial.

 

Por recomendación del guía la última noche la pasamos por la Calle de los Fantasmas – Gui Jie (metro Beixinqiao en Dongzhimen Inner Street.). Una calle vibrante llena de restaurantes y luces de colores donde la gente espera su turno para cenar sentados en las aceras en minitaburetes de plástico mirando para una pantalla.

La guinda del pastel: una cena riquísima a base de Hot Pot y otros platos típicos deliciosos.

 

La mañana siguiente, de camino al aeropuerto, haciendo recuento de lo visto y de las cosas que nos quedaban por ver como los Hutongs (barrios típicos), el Mercado de la Seda, la Torre del Tambor o las Tumbas Ming, fui completamente consciente del error que había cometido con mi negativa a parar en Pekín. Me voy con ganas de ver más y conocer mejor una cultura tan rica y ancestral.

¡Qué bueno es viajar!

Nota de la autora: “No he recibido ningún tipo de compensación (económica o no) por escribir este artículo, no tengo conexión material con las marcas, productos o servicios que he mencionado y mi opinión es independiente”

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