En el artículo anterior, Conociendo Bretaña os hablaba de Carnac, Vannes y Quiberon en nuestro primer día en Bretaña. En el segundo día nos embarcamos con destino a Belle-Ile-en-Mer, isla atlántica que pertenece también al departamento de Morbihan y a la región de Bretaña.

El martes, amanecimos en Quiberon y dimos un paseo por la localidad antes de coger el ferry. Según caminas por este pueblo te empapas de mar.

 

Después de pasear por la villa, nos embarcamos con destino a Belle-Ile-en-Mer, a 14 km de la costa de Quiberon. Contemplar Quiberon desde el mar también merece la pena…

 

Estuvimos consultando y salía bastante más caro embarcar el vehículo de 8 plazas y gran tamaño, con el que nos movíamos, que alquilar uno para un día en la propia isla. Así que optamos por alquilar allí, un coche de tamaño más reducido para siete personas, un Dacia Dokker, que al no llevar equipaje nos servía perfectamente.

Esta isla es realmente un altiplano de 84 km2, en la que destacan sus valles verdes que descienden hasta las playas y puertos. Sus dimensiones son de 17 km de largo y 9 km de ancho. Es la isla más grande de Bretaña. Su población habitual ronda los 5000 habitantes.

Se ha convertido en un destino solicitado en verano por su agradable clima oceánico templado, que se traduce en unas 2200 horas de sol al año y menos de 700 mm de lluvia.

El ferry nos llevó a Le Palais, la “pequeña capital” de Belle Ile, dominada por su ciudadela apoyada en un promontorio de esquisto.

 

Os recomiendo un paseo por esta población y que os dejéis envolver por el ajetreo del continuo ir y venir de los ferrys, tomando un café en alguno de los locales del puerto.

Paseando por el mercadillo de Le Palais en Belle Ille

Paseando por el mercadillo de Le Palais

Una vez recogido el coche de alquiler, nuestra primera visita fue a Sauzon, a 8 km al noroeste de Le Palais, un lugar muy agradable y pequeño puerto de recreo, a la entrada de una ría profunda. Disponéis de restaurantes y cafés a lo largo del muelle Naudin.

 

Y de ahí, directos a la parte occidental de la isla, a la Pointe de Poulains. Según se inicia la ruta a pie encontramos a la izquierda el refugio de la actriz Sarah Bernhardt, una de las actrices francesas del siglo XIX más reconocidas, dónde se aislaba del mundo, hoy en día convertido en su museo. No fue la única artista que se sintió atraída por Belle-Ile, lo mismo ocurrió con Monet o Gustave Courbert. Y la verdad es que una vez que has paseado por la isla, los entiendes fácilmente, a ellos e incluso las 39 veces que Claude Monet pintó esta isla.

 

El camino sigue por la isla de Poulains, a la que pudimos acceder al estar baja la marea, ya que es el único momento en que este islote se une al resto de la isla. Es una gozada disfrutar del paseo hasta su faro, construido en 1899… Bretaña pura!

 

Después del paseo hasta el faro de Poulains, cogimos de nuevo el coche para dirigirnos al Gran Faro o Faro de Goulphar, siguiendo la costa salvaje que va desde Poulains (al oeste) hasta Locmaria (al este), dónde la furia del océano ha erosionado una costa rocosa, en la que se intercalan ensenadas arenosas. Es uno de los mejores faros de Francia y fue construido entre 1826 y 1835.

 

Después de ver dicho faro pusimos rumbo a las agujas de Port-Cotton, no podéis perdéroslas. Si al llegar os parece haberlas visto con anterioridad, es posible porque se han hecho famosas por los cuadros de Claude Monet.

 

Nuestro siguiente destino fue Locmaria, localidad fundada en 1070 por los frailes de la abadía de Ste-Croix de Quimperlé. Conserva su primitiva iglesia, cosa no usual en la isla, y sus bonitas casas de colores con las contras de sus ventanas de alegres tonos. Desde la iglesia la carretera baja hasta Port-Maria, no os lo perdáis, con su playa dominada por un puesto de vigilancia del siglo XIX.

 

Y este fue el recorrido que hicimos por Belle Ile. Nos embarcamos de nuevo y disfrutamos de la travesía con mucho mejor tiempo que en el trayecto de ida. Desde el ferry no podéis perderos la vista de la Ciudadela de Vauban, que es una de las doce fortalezas conocidas en su conjunto como las fortificaciones de Vauban. Están distribuidas por las fronteras Este, Oeste y Norte de Francia y son Patrimonio Mundial de la Unesco desde 2008.

 

Una vez de vuelta en el continente optamos por ir a conocer Concarneau, siguiendo en la región de Bretaña pero cambiando al departamento de Finistère. Si bien considero más el fin del mundo el Finisterre gallego… se trata de un precioso puerto y su “ville close” (ciudadela fortificada), construida en el siglo X, lo convierte en uno de los puntos más visitados de Bretaña. Estamos hablando del primer puerto atunero de Europa.

La ciudadela se construyó en el siglo XIV sobre un islote del estuario del Moros, de 350m. de largo por 100 m. de ancho, en la parte central del puerto, y está unida a tierra por dos pequeños puentes separados por una construcción fortificada. Su atalaya con tejado de pizarra es el símbolo de la ciudad.

 

 

Su puerto, construido en 1925, favoreció la creación de industrias conserveras y de una mercado con mucha vida. La calle principal, rue Vauban, adoquinada, con sus antiguas casas de granito, está llena de tiendas de souvenirs, de cafés y de tiendas de especialidades, como conservas, galletas…

 

Os recomiendo que os perdáis por las calles de la ciudadela, y disfrutéis de los muchos rincones que os ofrece.

Y como consejo os digo que no debéis marchar de Concarneau sin degustar algún plato de pescado, consejo extensible para toda Bretaña. Si os gusta el bacalao, como es mi caso, en Bretaña podréis disfrutarlo en casi todos los lugares. Allí aprendí que diferencian con nombres distintos el bacalao fresco del seco, al primero, lo denominan “cabillaud” y al segundo “morue”, ambos están deliciosos en sus diferentes preparaciones. Y hablo por experiencia porque lo probé de muchas formas…

En general se come muy bien en toda la región, y el trato es agradable.

Y por el momento hasta aquí os cuento… en el próximo artículo seguiremos descubriendo Bretaña. ¡Hasta pronto!

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